Se hallaba un sacerdote sentado en su escritorio, junto a la
ventana, preparando un sermón sobre la Providencia. De pronto oyó algo que
le pareció una explosión, y a continuación vio cómo la gente corría
enloquecida de un lado para otro, y supo que había reventado una presa, que
el río se había desbordado y que la gente estaba siendo evacuada.
El sacerdote comprobó que el agua había alcanzado ya a la calle en la que él
vivía, y tuvo cierta dificultad en evitar dejarse dominar por el pánico.
Pero consiguió decirse a sí mismo:
Aquí estoy yo, preparando un sermón sobre la Providencia, y se me ofrece la
oportunidad de practicar lo que predico. No debo huir con los demás, sino
quedarme aquí y confiar en que la providencia de Dios me ha de salvar.
Cuando el agua llegaba ya a la altura de su ventana, pasó por allí una barca
llena de gente.
¡Salte adentro, padre!, le gritaron.
No, hijos míos, respondió el sacerdote lleno de confianza, confío en que me
salve la providencia de Dios.
El sacerdote subió al tejado y, cuando el agua llegó hasta allí, pasó otra
barca llena de gente que volvió a animar encarecidamente al sacerdote a que
subiera. Pero él volvió a negarse.
Entonces se encaramó a lo alto del campanario. Y cuando el agua le llegaba
ya a las rodillas, llegó un agente de policía a rescatarlo con una lancha
motora.
Muchas gracias, agente, le dijo el sacerdote sonriendo tranquilamente, pero
ya sabe usted que yo confío en Dios, que nunca habrá de defraudarme.
Cuando el sacerdote se ahogó y fue al cielo, lo primero que hizo fue
quejarse ante Dios: “¡Yo confiaba en ti! ¿Por qué no hiciste nada por
salvarme?”
Bueno, le dijo Dios, la verdad es que envié tres botes, ¿no lo recuerdas?
Anthony de Mello
La oración de la rana 1, 1988, Sal Terrae, p. 129-130
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