Capítulo 8 del libro Contacto con Dios, Tony de Mello, ed. Sal Terrae

La oración (del nombre) de Jesús

Quisiera hablaros hoy de una forma de oración que tal vez os resulte un tanto extraña a algunos de vosotros. Y confieso que a mí mismo me resultó extraña la primera vez que tomé contacto con ella, aunque desde entonces he tenido mucho tiempo para descubrir su inmenso valor en mi vida y en la vida de muchas personas a las que he tenido ocasión de orientar. Es muy frecuente que me encuentre con antiguos ejercitantes queme dicen: «Las dos cosas que más se me grabaron de los Ejercicios que hice con usted son el tema de la oración de petición y el de la oración de Jesús». Conozco a personas que han descubierto la continua presencia de Dios en sus vidas gracias a la práctica de esta forma de oración; y hay dos personas de las que soy director espiritual que no han practicado ninguna otra forma de oración y que, gracias al poder de la misma, han experimentado grandes transformaciones en sus vidas. Por eso quiero compartirlo con vosotros, con la absoluta seguridad de que para algunos (si no para la mayoría, e incluso para todos) ha de suponer un bien verdaderamente enorme.

Permitidme que, antes de seguir adelante, os refiera cómo entré en contacto por primera vez con esta forma de oración. Estaba dando una charla a un grupo de religiosas y les hablaba de cuan escasos son los libros que nos enseñan verdaderamente a orar. Gran parte de nuestra literatura clásica sobre la oración (y mucho me temo que lo mismo pueda afirmarse de nuestra moderna literatura católica; no tanto de la protestante, que en general me parece más «práctica» y «devota») versa sobre la nobleza de la oración, la necesidad dela oración, la teología de la oración, etc. Pero, comparativamente, se dice muy poco verdaderamente práctico acerca del modo concreto de abordar el arte de orar. Aquella noche, una de las religiosas me dijo: «Yo he descubierto un libro que aborda concretamente el problema que mencionaba usted esta mañana. Un libro que enseña de manera práctica cómo hay que orar. ¿Querría usted leerlo?» Comencé a leer el libro aquella misma noche, después de cenar, y lo encontré tan fascinante que no me acosté hasta que hube acabado de leerlo. El libro se llamaba The Way of a Pilgrim («El camino de un peregrino»)y había sido escrito por un peregrino ruso anónimo. (La versión castellana se titula precisamente El peregrino ruso. N. del Trad.). El manuscrito de aquel libro había sido encontrado en la celda de un monje del Monte Athos después de su muerte, a comienzos de este siglo. Tal vez fuera él el autor. Lo cierto es que no tardó en convertirse en un auténtico clásico de la literatura espiritual y que fue traducido a la mayoría de las lenguas modernas.

La historia del tal peregrino es realmente simple: un hombre se ve afectado por toda serie de calamidades, entre ellas la muerte de su mujer y de su único hijo, y decide renunciar al mundo y emplear el resto de su vida en peregrinar a diversos lugares sagrados, sin más equipaje que una mochila en la que llevar un poco de pan y una Biblia. En su lectura de la Biblia encuentra frecuentes exhortaciones a orar constante e incesantemente, a orar día y noche. Esta idea llega a obsesionarle de tal manera que dedica todos sus esfuerzos a buscar a alguien que le enseñe a orar de ese modo.

Acude entonces a toda clase de personas, especialmente sacerdotes, con esta pregunta: «¿Cómo puedo orar continua e ininterrumpidamente?» Y recibe toda clase de respuestas insatisfactorias. Uno le dice: «Hermano, sólo Dios puede enseñarte a orar incesantemente». Otro le recomienda: «Haz siempre la voluntad de Dios. El hombre que hace siempre la voluntad de Dios está orando siempre». Pero ninguna de estas respuestas satisface al peregrino, que se ha tomado al pie de la letra el mandato de orar sin cesar. ¿Cómo, se pregunta, puedo orar en todo momento, tanto despierto como dormido, cuando tantas otras cosas ocupan mi mente? Este es su problema :piensa que la oración es un asunto de la mente; aún le queda por aprender que la oración se hace con el corazón.

Un día topa con un monje que le pregunta adonde va y qué anda buscando. Y el peregrino le responde: «Voy en peregrinación, de un santuario a otro, buscando a alguien queme enseñe a orar sin cesar». El monje, con la seguridad de quien sabe, le dice: «Hermano, da gracias a Dios, porque al finte ha enviado a alguien que va a enseñarte a orar como tú quieres. ¡Acompáñame a mi monasterio!»

Una vez en el monasterio, el monje lo aloja en una pequeña cabaña dentro del recinto, le pone un rosario en las manos y le dice: «Recita quinientas veces esta plegaria:"Señor Jesús, Hijo de Dios, ten compasión de mí, que soy un pobre pecador"». (La verdad es que no estoy muy seguro de si eran quinientas o mil veces: ya hace años que leí este relato y no recuerdo bien los detalles. Pero es igual; pongamos que fueran quinientas veces). El peregrino no tardó en recitar la plegaria el número de veces que le habían indicado, y le sobró tiempo; pero no se atrevió a desobedecer a su mentor espiritual recitándola más veces de las que le había prescrito. Al día siguiente, el monje le ordenó recitarla mil veces. Y durante varios días fue incrementando progresivamente el número: dos mil, tres mil, cuatro mil veces, etc. (Recuerdo que, dando Ejercicios a un grupo de religiosas, hice que les leyeran este libro durante las comidas. Al cabo de un par de días, algunas de ellas estaban tremendamente tensas e intranquilas. En mis diálogos en privado con ellas, les pregunté a cada una de ellas por la causa de dicha tensión; y la respuesta de ellas era: «Es ese libro que nos están leyendo... El pobre hombre no hace más que contar las veces que recita la plegaria... ¡y ya va por cuatro mil! ¡No puedo soportarlo!»

Aquello me resultó divertido: «Si por cuatro mil veces os ponéis así, esperad y veréis cuando llegue a las veinte mil... ¡Os vais a subir por las paredes!» No fue así. Después de los Ejercicios, aquellas religiosas acabaron con las existencias del libro en lengua inglesa. Habían quedado prendadas de él y querían regalárselo a todos sus amigos. Recuerdo que tuve que esperar varios meses hasta que se reeditó y pude adquirir otro ejemplar para mí).

Pero volvamos a nuestro peregrino. Apenas ha adquirido el hábito de pasarse el día recitando miles de veces la plegaria, cuando, de pronto, fallece el monje. El pobre hombre asiste al entierro y llora amargamente su infortunio de haber perdido a aquel hombre que el Señor le había enviado y que le había prometido enseñarle a orar sin cesar. Luego decide que ya no tiene objeto permanecer en el monasterio; de modo que toma su mochila y reemprende su actividad viajera. Pero esta vez, además de la Biblia, mete también en la mochila un ejemplar de la Filokalia, un libro que contiene extractos de los escritos de los Padres, Doctores y Teólogos griegos acerca de esta forma de oración que los griegos llaman la «oración (del nombre) de Jesús».

El peregrino lee cada día algún pasaje de dicho libro y sigue religiosamente sus instrucciones. Y así es como aprende a unir la oración a la respiración; a decir al inspirar: «Señor Jesús, Hijo de Dios», y al espirar: «ten compasión de mí, que soy un pobre pecador». Luego, poco a poco, y mediante alguna misteriosa técnica que no se describe en el libro y que no se debe aplicar sin la ayuda explícita de un maestro experimentado, consigue «introducir la plegaria en su corazón», hasta que un día, sorprendentemente, el corazón se identifica plenamente con la plegaria, y el peregrino se encuentra repitiéndola constantemente, ya esté despierto o dormido, ya esté comiendo, charlando o paseando. Su corazón, con la misma independencia respecto de la mente con que no deja de latir, tampoco deja de recitar la plegaria una y otra vez. Al fin, nuestro peregrino ha aprendido el secreto de la oración incesante. El resto del libro refiere los avatares que le acontecen al peregrino en sus andanzas, los milagrosos efectos de la oración y una buena dosis de doctrina, tanto sobre la oración como sobre la vida espiritual en general.

Debo reconocer que, cuando leí por primera vez este libro, me resultó tan atractivo como una obra literaria y me cautivó por su sencillez. Ahora bien, no estaba tan seguro acerca de la validez de su doctrina sobre la oración. En conjunto, me parecía excesivamente mecánico, demasiado parecido a un proceso de autosugestión, y al principio me sentí inclinado a olvidarlo totalmente. Sin embargo, también me sentí impulsado a intentar durante unos días lo que el libro proponía. De manera que escogí una plegaria (no precisamente la que sugería el libro, pues vale cualquier otra fórmula que a uno le resulte «estimulante»), y en menos de un mes comprobé que se había producido un considerable cambio en mi oración. Todo lo que hice fue repetir mi plegaria, a lo largo del día, todas las veces que me acordaba; no sólo durante el tiempo de oración, sino también en otros momentos: mientras esperaba al autobús, mientras me desplazaba de un lugar a otro, etc. El cambio que experimenté es difícil de describir. No es que fuera nada «sensacional», pero lo cierto es que empecé asentirme más tranquilo, más reconciliado conmigo mismo, más «integrado», si se me permite decirlo; empecé a sentir una cierta profundidad dentro de mí. Y observé, además, que la plegaria solía aflorar a mis labios, de manera casi automática, siempre que no me hallaba ocupado en alguna actividad mental. Entonces me hacía cargo de ella y la repetía conscientemente, unas veces de un modo simplemente mecánico, y otras con pleno sentido de lo que hacía.

Hablé de ello con una religiosa con la que me unía una estrecha amistad y que poseía una gran experiencia en cuestiones de oración y de dirección espiritual. Ella no había leído el libro, pero me refirió una interesante experiencia que ella misma había tenido: estando ella en el noviciado, la Maestra de novicias les había sugerido que cada una de ellas escogiera una breve plegaria que se acomodara al ritmo de su caminar.

Con el ingenuo candor propio de una novicia, ella había seguido la indicación y se habituó a repetir mentalmente la fórmula mientras caminaba. Al parecer, algún tiempo después de concluido el noviciado, había dejado de practicar dicho ejercicio, pero sus efectos se habían prolongado durante toda su vida. «No sé la razón de ello», me dijo, «pero siempre que camino soy consciente de que aquella plegaria va conmigo. Si, por ejemplo, estoy trabajando y me avisan de que alguien me espera en el locutorio, en el momento mismo en que me levanto y empiezo a caminar siento que me pongo a orar». Ella lo atribuía a la referida práctica adquirida en el noviciado. También me habló de un ejercitador que había dicho a un grupo de trabajadores lo siguiente: «Acompasad una plegaria, la que sea ("Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío", por ejemplo), al ritmo de las máquinas de vuestra fábrica, y no dejéis de repetirla mentalmente, durante toda la jornada, siguiendo dicho ritmo. Y en muy poco tiempo comprobaréis los beneficiosos efectos espirituales que ello ha de produciros». El ejercitador tenía razón. Ya sé que todo el asunto parece excesivamente mecánico, pero lo cierto es que también parece funcionar. Por eso me decidí a «investigar» todo lo posible acerca de la práctica de esta forma de oración. Y debo decir que es mucho lo que he descubierto al respecto, aunque ciertamente no es mi intención aburriros refiriéndooslo todo, sino tan sólo aquello que pueda ayudaros a practicarla eficazmente por vosotros mismos.

Como he dicho, al principio me sentí inclinado a reducir esta práctica a una especie de proceso de autosugestión. Y no voy a decir ahora que no contenga elementos de autosugestión, que probablemente los contiene. Pero lo cierto es que resulta impresionante comprobar el número de teólogos y de santos que, en el pasado, han recomendado esta forma de oración. Tal vez aquellos hombres no tuvieran los refinados conocimientos psicológicos de que hoy disponemos, pero, ciertamente, tampoco eran tan ingenuos como para no distinguir un fenómeno puramente psicológico de un fenómeno espiritual. Al contrario: frecuentemente se planteaban este tipo de problemas y, a mi modo de ver, los resolvían de un modo satisfactorio. Descubrí que esta práctica no era exclusiva de las iglesias orientales, sino que también ha tenido seguidores en muchos místicos de Occidente, donde la fórmula más generalizada ha sido la de «Jesús, ten compasión». Pero ha habido muchas otras fórmulas. De san Francisco de Asís sabemos que se pasaba noches enteras diciendo: «Deus meuset omnia!» («¡Dios mío y todas las cosas!»). San Bruno, el fundador de los cartujos, no cesaba de decir: «O bonitas!»(«¡Oh bondad de Dios!»). Cuando san Francisco Javier agonizaba frente a las costas de China, repetía una y otra vez:«¡Señor Jesucristo, hijo de David, ten compasión de mí!» Ysan Ignacio de Loyola habla en sus Ejercicios Espirituales de una misteriosa forma de oración que recomienda al ejercitante y que consiste en recitar una oración siguiendo el ritmo de la respiración («...con cada anhélito o resollo se ha de orarmentalmente, diciendo una palabra del Pater noster, o de otraoración que se rece, de manera que una sola palabra se digaentre un anhélito y otro...»: EE. 258). Me pregunto dóndedescubriría Ignacio este equivalente de la oración (del nom-bre) de Jesús.

Parece casi seguro que esta práctica de la Iglesia tiene su origen en los hindúes de la India, que tienen una experiencia de más de seis mil años en la práctica de la «Oración del Nombre», como ellos la denominan. Sea como fuere, apenas caben dudas de que los Padres del Desierto practicaban esta forma de oración, y la fórmula más empleada por ellos era:«Deus in adiutorium meum intende, Domine ad adiuvandumme festina» («Dios mío, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a socorrerme»). Solían recitar esta fórmula durante las horas de trabajo manual a lo largo del día, así como durante la noche, cuando velaban. La razón por la que sabemos tan poco acerca de su modo de practicar este «opus» (esta «obra»), como ellos lo llamaban, es que observaban estrictamente la norma que es común a muchos maestros hindúes: «Recibe tu propia fórmula de tu gurú o maestro, ejercítate en ella durante toda tu vida y no se la reveles a nadie que no sea tu maestro». ¡Revelar la fórmula era tanto como hacerle perder su poder! Por eso mostraban tanta reserva al respecto.

Cómo practicar esta oración

Si de veras os interesa obtener los beneficios que, según los santos, proporciona esta forma de oración, os aconsejo que escojáis alguna fórmula que sea de vuestro agrado y la vayáis recitando a lo largo del día. No hay mejor momento para escoger esa fórmula que el de unos Ejercicios, cuando uno no se ve distraído por otros intereses y ocupaciones y puede dedicar tiempo a que dicha fórmula «se le meta en la sangre», por así decirlo, y se convierta en un verdadero hábito mental. Esta es la razón por la que prefiero hablar de ello justamente al comienzo de los Ejercicios. Esforzaos en recitar mentalmente la fórmula a lo largo del día (mientras coméis, paseáis, os bañáis, e incluso mientras escucháis estas charlas y mientras meditáis), a no ser que resulte obvio que os sirve de distracción. Dejad que las palabras que escojáis («Señor Jesucristo, ten compasión», o cualesquiera otras) resuenen en el fondo de vuestra mente mientras escucháis esta charla, o mientras oráis o reflexionáis durante vuestras horas de meditación. No os preocupéis si os parece que repetís la fórmula de un modo mecánico. En seguida os explicaré el valor de lo que parece no ser más que la recitación mecánica de una fórmula carente de sentido.

Tradicionalmente, se pensaba que la fórmula debía ser elegida por el guía espiritual de cada uno, que se suponía había de ser un hombre experimentado en la práctica de esta forma de oración. Pero como, desgraciadamente, yo no soy lo bastante experto en este tipo de oración como para guiar a otros, os sugiero que pidáis al Señor que sea él mismo quien os indique la fórmula apropiada. Sea cual fuere la fórmula que decidáis escoger, casi todos los grandes maestros, cristianos y no-cristianos, insisten en la necesidad de que contenga algún nombre de Dios. El nombre de Dios es un «sacramental» y le confiere un especial poder a la oración. Los maestros cristianos orientales conceden un gran valor a las diversas formas de su fórmula, especialmente a las palabras «Jesús» y «compasión». Por cierto que «compasión» no se refiere simplemente al perdón de los pecados, sino que hace alusión a la clemencia ya la benevolencia amorosa de Dios. Sin embargo, como dije anteriormente, cada cual puede adoptar la fórmula que mejor le cuadre. La de «Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío» goza de aceptación por parte de muchos. Y he aquí otras posibles fórmulas: «Señor Jesucristo, venga tu Reino»; «Señor mío y Dios mío»; «Dios mío y todas las cosas»... También se puede optar por repetir simplemente el nombre de Jesús. Una sola palabra que puede ser repetidamente recitada con los más diversos sentimientos: de amor, de adoración, de alabanza, de contrición... Hay otras palabras referidas a Dios («Dios», «Corazón», «Fuego», etc.) que son recomendadas por el autor de La Nube del No-saber; y puede también recurrirse a ese precioso grito del Espíritu en nuestros corazones, a esa oración que es la más apropiada para un cristiano: «Abbá!»

Sea cual sea la fórmula que cada cual escoja, es sumamente importante que sea: (a) rítmica. Yo no sé por qué, pero lo cierto es que el ritmo nos ayuda a profundizar hasta el centro mismo de nuestro ser. Recitad vuestra plegaria lentamente, sin apresuramiento y con ritmo, y será mucho más eficaz, (b)Resonante, lo cual, por desgracia, no siempre es posible, sobre todo en inglés; algunos idiomas mediterráneos, como el español o el italiano, son mejores en este sentido; el latín es aún más apropiado; y el sánscrito es, con mucho, el mejor de cuantos yo conozco, porque posee fórmulas y nombres para referirse a Dios que han sido desarrollados durante siglos: ¿acaso hay algún sonido que supere en resonancia, solemnidad y profundidad al sonido sagrado «OM»? Hay en sánscrito docenas de nombres para referirse a Dios e infinidad de «mantras» que, cuando se cantan, poseen la virtud de arrastrarte a lo más profundo de ti mismo y de Dios. Fijémonos, por ejemplo, en el «Hari Om» o en el «Haré Rama, Rama Haré Haré». Si alguien descubre que estas fórmulas le son de utilidad, no dude en emplearlas y aplicarlas a Nuestro Señor Jesucristo, a quien pertenecen de pleno derecho todos esos nombres, porque él es el verdadero Krishna, el verdadero Vishnú, el verdadero Rama. Y (c) la fórmula ha de ser uniforme: una vez escogida una fórmula, no debe cambiarse fácilmente. Si cambias constantemente de fórmula, no será fácil que «se te meta en las venas», que llegue a ser parte de tu yo inconsciente, como explicaremos más adelante. Lo cual no significa que no haya que cambiar de fórmula cuando, después de un período de prueba, uno descubre que no le va, o bien encuentra otra que le va mejor. Si tienes fe, más tarde o más temprano, y aunque sea a trancas y barrancas, el Espíritu habrá de llevarte a dar con la fórmula que más te convenga. Lo importante es no cambiarla por el simple hecho de estar atravesando un período de sequedad y desolación, que es una de las pruebas habituales de la vida espiritual y que habrá de producirse con independencia de la forma de oración que cada cual adopte. Cambiar el estilo de oración por el simple hecho de verse afectado por una racha de «sequedad» es indicio de superficialidad. La sequedad tiene que producirse, si es que la oración ha de calar profundamente en nosotros. Y esto es especialmente cierto en relación a las fórmulas que empleamos para la oración, incluidas, obviamente, las oraciones eucarísticas y las oraciones del «breviario»: llega un momento en que las palabras se vuelven insípidas para nuestro paladar espiritual, pierden su significado, se secan y comienzan a deteriorarse y a pudrirse; y entonces sentimos la tentación de rechazarlas. Sin embargo, si perseveramos pacientemente(aunque no sea mucha la devoción de que podamos hacer acopio) en recitar nuestra fórmula, especialmente si se trata dela oración (del nombre) de Jesús, entonces la fórmula, poco apoco, recobrará con creces su vigor, adquirirá una profundidad y una riqueza insospechadas y nos proporcionará un delicioso alimento espiritual.

Lo que sí se puede es dotar de una enorme variedad a una misma fórmula (y variedad es lo que parece ser especialmente necesario durante el aprendizaje de la oración) atribuyendo diferentes significados a una misma palabra. Fijémonos, por ejemplo, en la multitud de significados que puede darse a la palabra «compasión»: amor, clemencia, perdón, paz, gozo, consuelo, fuerza... y todo cuanto deseemos obtener del Señor. Se puede recitar el nombre de Jesús con diferentes actitudes, haciendo de él una oración de amor, de adoración, de gratitud o de lo que sea... O se puede también introducir nuevas palabras en una misma fórmula: «Jesús, te amo; Jesús, ten compasión; Jesús, apiádate; Jesús, acuérdate de mí». O bien:«Jesús, piedad; Jesús, piedad... Jesús, amor; Jesús, amor...Jesús, ven; Jesús, ven... Jesús, mi Dios; Jesús, mi Dios...»Vuestra propia inventiva os sugerirá otros modos de conservarla misma fórmula dentro de una cierta variedad. Sin embargo, debo advertiros que, por mucho que os esforcéis en lograr esa variedad, habréis de contar con los inevitables períodos de sequedad y desolación; a pesar de lo cual, deberéis perseveraren la oración hasta que ésta, finalmente, acabe triunfando y poseyendo todo vuestro ser.

Algunos maestros recomiendan que en las primeras fases se recite la oración en voz alta. Conozco a un gran maestro hindú cuyo ser en su totalidad, según él mismo afirma, quedó poseído por el nombre de Dios como consecuencia de haber empleado cinco horas diarias en gritar el Nombre en voz alta a la orilla del río; todos los días, al regresar de su trabajo, acudía a dicho lugar a cumplir con sus cinco horas de «trabajo espiritual». En realidad, no es preciso recitar la oración en voz alta, sino que puede bastar con recitarla mentalmente. Sin embargo, a veces resulta muy útil hacerlo en voz alta (o no tan alta) cuando uno se encuentra a solas. De este modo, tu lengua, tu mente, tu corazón y toda tu persona se disciplinan y se amoldan al Nombre Divino, el cual queda indeleblemente grabado en tu propio ser.

Una última palabra (en esta ocasión de advertencia) con respecto a la práctica de la oración del Nombre. Si alguna vez leéis algo de lo mucho que se ha escrito sobre este tema, tal vez descubráis algunas de las técnicas psico-fisiológicas existentes para «introducir la oración en el corazón». Pues bien, mi consejo es que evitéis todo contacto con dichas técnicas, las cuales pueden despertar en vosotros determinadas fuerzas del inconsciente que no seréis capaces de controlar. Pero, si decidís poner en práctica dichas técnicas, hacedlo bajo la guía de un maestro experimentado y digno de vuestra confianza. Y este consejo está especialmente indicado en el caso de aquellas técnicas que implican ciertas formas de concentración intensa y de control de la respiración.

El poder de la oración del nombre

Existe una amplísima literatura hindú sobre este tema que resulta sumamente inspiradora, porque proviene de hombres que han experimentado en sus vidas los maravillosos efectos de esta forma de oración. Vamos, pues, a ver un par de ejemplos de lo que han escrito los maestros hindúes.

En primer lugar, citaré unas palabras que a mí me producen una honda impresión y que pertenecen al Mahatma Gandhi, aquel gigante espiritual que supo llevar una intensa vida de oración en medio del mundo de la política y de la reforma y la revolución de la india. Gandhi tenía la costumbre de recitar el nombre hindú de Dios, Rama, en lo que él llamaba su «Ramanama» (nombre de Rama).

«Siendo niño, sentía yo un profundo temor hacia los fantasmas y los espíritus. Y recuerdo que Rambha, mi nodriza, me sugirió que repitiera el Ramanama para combatir dicho temor. Y, como yo tenía más fe en ella que en nadie, comencé desde muy niño a repetir el Ramanama para librarme de mi temor a los fantasmas y a los espíritus... Pienso que fue gracias a la semilla sembrada en mí por aquella buena mujer por lo que el Ramanama se ha convertido para mí en un remedio infalible. Nuestro más poderoso aliado para vencer la pasión animal es el Ramanama o cualquier otro "mantra" parecido...Sea cual sea el mantra que uno escoja, hay que dejarse absorber por él... El mantra llega a convertirse en un auténtico báculo que le hace superar a uno todo tipo de pruebas... El Ramanama te proporciona seguridad y equilibrio y no te abandona en los momentos críticos... Recuerdo que los últimos días de mi segunda huelga de hambre me resultaban especialmente duros, porque hasta entonces no había comprendido yo la asombrosa eficacia del Ramanama, por lo que mi capacidad de sufrimiento era menor... El Ramanama es un sol que ha iluminado mis horas más oscuras. El cristiano puede hallar el mismo alivio en la repetición del nombre de Jesús, y el musulmán en la repetición del nombre de Alá... Sea cual fuere la causa por la que un hombre sufre, la recitación sentida y sincera del Ramanama constituye el remedio más seguro. Dios tiene muchos nombres, y cada cual puede escoger el que mejor le resulte... Es verdad que el Ramanama no puede hacer el milagro de devolverte un miembro que has perdido, pero sí puede hacer el milagro aún mayor de ayudarte a gozar de una paz inefable, a pesar de tal pérdida, y de privarle ala muerte de su victoria y de su aguijón al final del trayecto...Indudablemente, el Ramanama es la ayuda más segura. Si se recita de corazón, hace que se esfume como por ensalmo todo mal pensamiento; y, eliminados los malos pensamientos, no hay acción mala posible... Puedo afirmar sin temor que no hay relación alguna entre el Ramanama, tal como yo lo concibo, y el "jantar mantar" (la repetición de fórmulas supersticiosas y mágicas). Ya he dicho que recitar de corazón el Ramanama constituye una ayuda de un poder incomparable. A su lado, la bomba atómica no es nada. Este poder es capaz de suprimir todo dolor».

Gandhi creía tan firmemente en el poder del Nombre que pensaba que éste podía por sí solo curar las enfermedades físicas. Lo llamaba «la medicina del pobre», y llegó incluso a afirmar que él jamás moriría de una enfermedad y que, de lo contrario, autorizaba a que en su tumba le pusieran como epitafio una sola palabra: «hipócrita». Pocos meses antes de morir, a la edad de 78 años, hizo una peregrinación, completamente descalzo, por la zona de Bengala, asolada por los disturbios. De vez en cuando padecía violentos ataques de disentería, pero siempre se negó a aceptar cualquier tipo de medicamento, alegando que la recitación del nombre de Dios le libraría de la enfermedad; al parecer, así fue, y disfrutó de una espléndida salud hasta el día en que fue asesinado.

La práctica de la oración del nombre por parte de un político como Gandhi es particularmente alentadora para quienes desearían intentar esta forma de oración, pero temen quesea más apropiada para la vida monástica que para la vida activa. Conozco a muchos hombres y mujeres que llevan una vida muy activa y que, sin embargo, han encontrado en esta forma de oración un medio maravilloso para mantenerse en constante unión con Dios. Recuerdo en particular a una religiosa que era médica y a la que le resultaba muy difícil mantenerse unida con Dios a lo largo del día. Y recuerdo también que me expuso perfectamente su problema: «No puedo pensar en otra cosa que no sean mis pacientes, hasta el punto de que muchas veces, mientras recorro las salas del hospital, de repente se me enciende una luz en mi interior e intuyo cuál es el mal que aqueja a un enfermo y el modo de curarlo. Lo cual no sucedería si estuviera pensando constantemente en Dios. Sin embargo, lo cierto es que me gustaría ser consciente de Dios a lo largo de todo el día. Pero supongo que no es ésta mi vocación...» Al igual que mucha gente, aquella religiosa confundía la oración con el pensamiento. Pero no siempre se necesita emplear lamente para orar; de hecho, la mente es muchas veces un verdadero obstáculo para la oración, como intentaré haceros vera lo largo de estos Ejercicios. Se ora con el corazón, no con la mente, del mismo modo que se escucha la música con el oído y se huele una rosa con la nariz. Evidentemente, aquella religiosa hacía muy bien en no pensar más que en sus pacientes. Eso era lo que Dios deseaba de ella. Por eso le sugerí que intentara hacer la oración del nombre de Jesús, ante lo cual se mostró en principio un tanto escéptica; pero cuando, seis meses más tarde, volví a encontrarme con ella, me dijo que ya no le resultaba tan difícil (y muchas veces le resultaba incluso fácil) ser consciente de la presencia amorosa de Dios y estar unida a Él sin dejar por un momento de pensar en los problemas de sus pacientes. La comparación más apropiada que se me ocurre al respecto es la que supone el hecho de escuchar una música de fondo, siendo confusa y agradablemente consciente de ella, a la vez que se presta toda la atención a una conversación o se lee un periódico.

El poder del nombre de Jesús

El Nuevo Testamento nos ofrece una serie de indicios muy claros acerca del valor y el poder del nombre de Jesús, un nombre más poderoso que cualquier otro nombre de Dios que le haya sido revelado a los hombres: «Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,9-11). «No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12). «Os aseguro que cuanto pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado» (Jn 16,23-24).

Y en el Antiguo Testamento leemos: «No tomarás en falso el nombre de Yahvéh, tu Dios, porque Yahvéh no dejará sin castigo a quien toma su nombre en falso» (Ex 20,7). Dios protege su propio nombre contra todo intento de usarlo indignamente, del mismo modo que protege la vida, el honor, la propiedad... En casi todas las religiones antiguas existía la creencia de que quienquiera que llevara el Nombre Divino había de poseer también el poder contenido en dicho nombre, porque el nombre no era un sonido vacío, no se limitaba a significar al Dios al que se refería, sino que frecuentemente llevaba consigo el poder, la gracia y la presencia de ese Dios. Esto es lo que infinidad de contemplativos cristianos han sentido instintivamente con respecto al más poderoso de los nombres de Dios conocidos por el hombre: el nombre de Jesús. Acostumbrémonos a recitarlo a menudo con amor y devoción, con fe y ternura, con unción y reverencia, y no tardaremos en confirmar por propia experiencia la sabiduría de esos grandes contemplativos.

El trasfondo «psicológico» de esta forma de oración

A manera de apéndice a todo cuanto llevamos dicho sobre la« Oración del Nombre», quisiera añadir algo acerca de la «psicología» de esta forma de oración. Y lo hago porque tengo que hacer frente con frecuencia a las dificultades de algunos ejercitantes que querrían practicar esta forma de oración, pero no se deciden a hacerlo por considerarla demasiado mecánica, demasiado parecida a lo que hacen los papagayos (un «acto del hombre», no un «acto humano»: así me dijo un sacerdote, empleando una terminología que a todos nos resulta familiar desde que estudiábamos la teología moral). En cualquier caso, si lo que diga os resulta un elemento de «distracción», olvidadlo tranquilamente y poneos, sin más, a practicar esta forma de oración con toda fe y con absoluta sencillez.

Hace unos años, tuve ocasión de conocer las obras de un autor francés, Émile Coue, que hablaba de unas extraordinarias curaciones obtenidas mediante la técnica de lo que él llamaba «autosugestión». Voy a tratar de explicaros cómo se supone que funciona la autosugestión y a deciros algo acerca del inconsciente y del poder que éste tiene en nosotros. Os ruego que tengáis un poco de paciencia, porque sólo al final intentaré aplicar toda esta teoría psicológica a la oración del nombre de Jesús; y espero que vuestra paciencia se vea recompensada.

Comencemos por el inconsciente. Es éste un concepto popularizado por Freud, para quien el inconsciente es lo más importante y decisivo de la personalidad humana. Es como esa parte del «iceberg» que permanece sumergida bajo el agua. En cambio, la pequeña parte de esa inmensa montaña de hielo que asoma por encima del océano sería el equivalente a lamente y la voluntad conscientes del hombre. El inconsciente es, con mucho, el factor más determinante de nuestra personalidad: la sede de todas nuestras tendencias, impulsos, pasiones e instintos ocultos.

Para demostrar la existencia del inconsciente, Freud recurrió a los sueños y a la hipnosis. Limitémonos a este último fenómeno. Supongamos que yo hipnotizo a Juan y que, mientras él se encuentra en ese trance hipnótico, yo le doy una orden: «Mañana, a las diez de la mañana, tomas tal libro de la biblioteca y se lo llevas a Pedro». Luego le hago salir a Juan del trance, y él no recuerda para nada lo que le he dicho. Al día siguiente, poco después de las diez, veo a Juan salir de la biblioteca y dirigirse a la habitación de Pedro. Le detengo en el pasillo y le pregunto adonde va. «A la habitación de Pedro», me responde, «a darle este libro». «¿Por qué?», le pregunto.«Porque hay en este libro un capítulo sobre la oración que sé que va a interesarle a Pedro». «¿Estás seguro de que es ésa la razón por la que quieres llevarle ese libro a Pedro?», le pregunto yo incrédulo. «Naturalmente», responde Juan, «¿qué otra razón podría tener?» ¡Ahora le toca a él mostrar su incredulidad! Por supuesto, nosotros sabemos que el motivo «consciente» que tiene Juan para llevar el libro a Pedro es ese famoso capítulo sobre la oración. Ése es el motivo del que Juan es consciente. Pero también sabemos que hay un motivo más profundo que induce a Juan a ir a la habitación de Pedro con ese libro, un motivo «inconsciente» que él desconoce. Ya sé que éste es un asunto bastante preocupante. Si Juan se siente conscientemente libre al hacer lo que hace, pero en realidad no es tan libre como él piensa, ¿cómo saber si es realmente libre en otros muchos de los actos que realiza?¿Cuántos de ellos no estarán realmente dirigidos por motivos y condicionamientos de los que no tiene ni la menor idea? He aquí un problema con el que tienen que debatirse teólogos y psicólogos. Ahora bien, aunque el descubrimiento del inconsciente conlleva sus problemas, también nos revela la existencia de unas inmensas reservas de poder aún por explotar.

Recuerdo haber leído hace años acerca de un caso acaecido en los Estados Unidos. Al parecer, una anciana mujer había sido arrollada por un camión y resultaba imposible sacarla de debajo de la enorme máquina sin levantar ésta, que era demasiado pesada. Mientras la gente que se había agolpado en el lugar esperaba la llegada de una grúa, pasó por allí un negro bastante débil en apariencia, el cual, al ver a la mujer en aquella situación, se acercó instintivamente al camión, lo agarró por el parachoques con ambas manos y consiguió levantarlo lo suficiente para que la mujer pudiera ser liberada. Cuando los periodistas se enteraron de lo ocurrido, sometieron al negro a un auténtico asedio para persuadirle de que repitiera su hazaña, a fin de poder fotografiarlo. Pero, por mucho que el negro lo intentó, no pudo conseguirlo. ¿Qué había sucedido? Sencillamente, que, en un momento de apuro, aquel hombre había logrado, inesperadamente, poner en funcionamiento las tremendas energías que tenía sin explotar en su interior. Estaba convencido de que podía mover el camión... y lo movió. He leído acerca de hechos similares realizados por santones hindúes que, tras ayunar muchos días, son capaces de realizar grandes esfuerzos físicos, como escalar montañas o recorrer larguísimas distancias. Personalmente, yo me inclino a creer estas cosas, del mismo modo que creo que todos tenemos en nuestro interior poderes que no conocemos en absoluto; que hay dentro de nosotros todo un universo esperando a ser explorado, un espacio interior al que, desgraciadamente, prestamos muy poca atención, mientras que, en cambio, dirigimos todos nuestros esfuerzos a la conquista del mundo y el espacio exteriores a nosotros.

Volviendo a la hipnosis, da toda la impresión de que, si se logra convencer de algo al inconsciente, es muy probable que ese algo se haga realidad. El inconsciente parece estar totalmente abierto a cualquier sugerencia que se le haga en estado de hipnosis. Veamos otro ejemplo: el hipnotizador le dice a su «paciente»: «¿Quieres un cigarrillo?» Y entonces, en lugar de un cigarrillo, le da un trozo de tiza que el sujeto en trance hipnótico se pone inmediatamente a «fumar»... ¡y a disfrutar! De pronto, el hipnotizador dice: «¡Cuidado, te estás quemando el dedo!» El otro, asustado, arroja inmediatamente el «cigarrillo»... ¡y una auténtica quemadura comienza entonces a aparecer en su dedo, con la consiguiente destrucción de tejidos! ¿En qué consiste ese enorme poder de sugestión que hay dentro de nosotros? ¿Hay algún modo de «santificar» ese «inconsciente»? La mayor parte de nuestra espiritualidad parece girar en torno a la mente consciente; pero ¿qué ocurre con esa parte oculta del «iceberg»? «Santificar» ésta sería santificar la esencia misma del mundo de nuestras motivaciones y actividades y la fuente de una gran parte de nuestra energía. ¿Existe alguna forma de entrar en contacto con ese inconsciente, de influir en él y de utilizarlo en nuestro propio provecho?

Emile Coue era de la opinión de que sí existía, y lo llamaba «autosugestión». Brevemente, su teoría consistiría más o menos en esto: por medio de la autosugestión es posible curar casi todas las enfermedades y proporcionar salud y vigor al cuerpo. Lo único que hay que hacer es convencer al inconsciente de que uno está sano. ¿De qué manera? Supongamos que tenemos una úlcera de estómago. Pues bien, en tal caso, antes de disponernos a dormir por la noche (que parece ser el momento en que el inconsciente está abierto de par en par a la «sugestión»), debemos tendernos relajadamente en la cama y repetir veinte veces, lentamente, la siguiente fórmula: «Día a día, estoy mejor en todos los aspectos». Según Coue, no ha de pasar mucho tiempo hasta que el inconsciente reciba el mensaje... ¡y la úlcera acabe desapareciendo! Ahora bien, si queremos influir en el inconsciente, hay dos cosas que debemos evitar. La primera: pensar explícitamente en la úlcera mientras recitamos la fórmula; de lo contrario, el inconsciente encontrará el modo de resistirse a nuestro intento de influir en él. Es preciso no pensar en la úlcera; lo que debemos hacer es pensar en la saluden general, y de ese modo la úlcera desaparecerá por sí sola. La segunda cosa que hay que evitar es centrar la atención en el significado de las palabras que pronunciamos, porque ello sería otra forma de intentar influir directamente en el inconsciente, el cual «conoce» el significado de esas palabras. De modo que no insistamos en ellas con nuestra mente consciente, sino pensemos, más bien, en la salud en general.

¿No es exactamente esto lo que ocurre con la oración del nombre de Jesús? En realidad, lo que hacemos en esta forma de oración es recitar constantemente las palabras a lo largo del día sin reparar directamente en el significado de las mismas. Lo cual, lejos de ser una «pérdida», puede ser una verdadera «ganancia». Somos en cierto modo conscientes de que las palabras que decimos son palabras de oración, de que la oración, a fin de cuentas, se produce. Poco a poco, el inconsciente va percibiéndolo y haciéndose, digámoslo así, «orante». Y al cabo de un tiempo empezamos a constatar que toda nuestra vida y nuestra actividad están invadidas de esa dimensión. Y así, aunque a primera vista esta forma de oración pueda parecer lo que aquel sacerdote llamaba «un acto del hombre», más que un «acto humano», dado que la mente consciente y la voluntad no se ven directamente implicadas, en realidad es un acto tan humano y verdadero como el acto de influir en el inconsciente por medio de la autosugestión.

Algunas personas son reacias a pensar que las leyes de la autosugestión puedan tener validez en la oración del nombre de Jesús. Pero ¿por qué no habrían de tenerla? ¿Por qué no vamos a poder usar el poder de la autosugestión, del mismo modo que usamos el poder de nuestra mente, la imaginación y la emoción, para hacernos más orantes y más cercanos a Dios?

El Rosario

Puede que algunos de vosotros hayan comprendido que cuanto he dicho sobre la oración del nombre de Jesús es perfectamente aplicable al rezo del rosario. Hoy es bastante frecuente menospreciar esta práctica de oración repetitiva. Si miramos el rosario con nuestra mente «racional», encontraremos todas las razones del mundo para creer que no es una oración, sino una parodia de oración en la que se repite una y otra vez la misma fórmula, el «Ave María», de un modo monótono e impersonal y sin reparar en el significado de las palabras; de hecho, incluso se nos anima a no reparar en ello ya distraernos piadosamente, por así decirlo, meditando mentalmente en la vida de Cristo mientras decimos con los labios: «Dios te salve, María, llena de gracia...» Por eso muchas personas consideran el rosario excesivamente rutinario y opinan que sería mucho mejor hacer una oración espontánea al Señor. Conozco a un sacerdote que, para hacer ver a un grupo de mujeres la ridiculez que supone el rosario, comenzó una plática diciéndoles: «¡Buenos días, señoras!».Ellas respondieron: «¡Buenos días, Padre!» «¡Buenos días, señoras!», volvió a decir él... y así una y otra vez, hasta que se detuvo y dijo: «Probablemente piensen ustedes que estoy loco. Pues bien, probablemente eso mismo piensa María de nosotros cuando nos empeñamos en repetir una y otra vez el Ave María». Un buen argumento, ciertamente. Pero lo que ocurre con las cosas profundas del espíritu es que de ningún modo están sujetas a las leyes de la lógica y la razón humanas. Hay en la vida realidades más profundas de cuanto la razón es capaz de captar. La mente humana puede adquirir saber, no sabiduría. Para esto último se requiere un sentido, un instinto que está más allá de la mente. Es el instinto que tenían los santos que practicaban y recomendaban esta forma de oración. Sabemos de grandes contemplativos, como el hermano jesuíta san Alfonso Rodríguez, que solían rezar docenas de rosarios cada día. Y hoy puede verse en nuestras aldeas indias a santas y ancianas mujeres, con el rostro curtido por el sufrimiento y por el amor, que irradian el discreto brillo del Espíritu y cuya única oración la constituye el rezo del rosario. Aquí pueden aplicarse todos los principios de la oración del nombre de Jesús; y aquí también, una vez más, tenemos lo que yo llamo «la santificación del inconsciente» mediante la recitación aparentemente mecánica de una plegaria.

Si en el pasado significó algo para vosotros el rosario, podéis aprovecharlo para hacer de él vuestra «oración del nombre». También podéis pasar las cuentas del rosario mientras recitáis vuestra propia fórmula, sea la que sea. No sé a qué se debe, pero lo cierto es que el hecho de pasar las cuentas del rosario entre los dedos proporciona paz y ayuda a orar a muchas personas; probablemente se deba a que sirve para darle «ritmo» a la oración. Yo mismo jugueteo a veces con el rosario sin pronunciar ninguna plegaria, y ello basta para ponerme en ambiente de oración. Podéis practicarlo hoy en vuestra propia oración. Usad vuestro rosario para recitar rítmicamente vuestra oración del nombre, y con la bendición de la Santísima Virgen tal vez descubráis la sabiduría que tantos santos hallaron en la oración.